No apagues nunca tu luz y déjanosla encendida.

Llegando al parque de siempre, que reconozco desde que era un terreno yermo, levanto la cabeza y miro a tu ventana, a la que tantas veces me fijé y comprobaba, casi por instinto, que la luz estaba encendida y me decía que ahí estabas tú.

 

Detrás de tus costuras, con tu tele encendida, con tus lecturas, tus escrituras, que acostumbrabas a tintar sobre servilletas de papel, amontonadas como fascículos de un libro y que ahora querría encuadernar para leerte, y descubrir tus curiosidades e inquietudes, abundando en ellas las recetas, los lugares, y otro sinfín de cosas que te ayudaban a trasladarle de esa salita, de apenas seis metros cuadrados, a tus espacios soñados. A aquellos a los que nunca pusiste ir, pero a los que tu imaginación te desplazaba y luego me contabas, para que por ti, yo los descubriera.

 

Aquella salita que ahora me encuentro vacía y sé que te ha visto reír y llorar, oír tus misas diarias, tus programas favoritos, hablar y escuchar a los tuyos e incluso manejar, con tu sorprendente edad, ese móvil que te conectaba con nosotros y permitía conversar de tantas y tantas cosas que tanto te entretenían y rompían tu soledad.

No quiero que se apague la luz, que se quede siempre encendida para que te sienta siempre ahí, en tu salita. Y su oscuridad no ciegue mis sentidos y piense que tú te has ido y nos has dejado sin poder despedirte y darnos un último beso.

Así que voy a seguir mirando a tu ventana, para saber que estás ahí y no nos has dejado, para seguir comprobando que velas por nosotros y que sigues escribiendo en tus servilletas de papel tus pensamientos y tus deseos, que ahora serán los nuestros. Y yo seguiré mandándote mensajes que nos conecten allá desde donde estés.

Madre, no apagues nunca tu luz.